Los pintores primitivos y renacentistas europeos, los filósofos, los literatos, tenían una idea clara de en qué consistía el paraíso. Para empezar, no se trataba de un espacio físico. Hoy en día, sin embargo, la idea de paraíso parece recluida en el ámbito del lugar común. A nadie se le ocurriría hablar de una montaña paradisiaca, ni de una meseta paradisiaca, ni de un bosque paradisiaco; ni tan siquiera de una selva paradisiaca. El paraíso, hoy, es una playa en la que poder estirarse al sol, practicar deportes náuticos y beber tantos zumos tropicales como se nos antojen. El dónde y el cómo es otra cuestión, y tiene que ver, como casi todo, tanto con la idea que cada uno tiene de sí mismo como sus medios económicos, su capacidad imaginativa o la imagen que quiere proyectar. Unos encontrarán el paraíso playero en un resort de Punta Cana o la Rivera Maya; otros necesitarán irse a un resort similar pero que esté algo más alejado, en Malasia o Tailandia, otros lo encontrarán en hoteles cuyos precios prohibitivos garanticen un ambiente exclusivo, y otros buscarán, en recónditos rincones africanos o asiáticos, la lejanía no contaminada por el turismo. Ni un hotel de lujo ni un resort: cuatro cabañas, todo lo demás, y un cayuco pilotado por risueños lugareños que no hablen una lengua conocida.
Lo malo de que el paraíso sea un lugar físico con nombre de playa es que, elijamos lo que elijamos, nuestra permanencia en él será temporal. Lo bueno es que, precisamente por eso, no tendremos que conformarnos para toda la eternidad con las consecuencias de una decisión mal tomada. Lo que nos vale para hoy, además, puede no servirnos para mañana. Un resort con todo incluido, en el que hasta el ocio nocturno está organizado, puede representar la boca del infierno para alguien que busque soledad, pero para quien viaje con niños sin duda será una opción mucho más apetecida que someterse a los rigores azarosos, y a menudo incómodos, de un viaje exótico por cuenta propia. El hotel de lujo estará bien si el objetivo que nos guía es el descanso sin contratiempos, pero muy probablemente aburrirá a quien necesite fundirse con el entorno.
Conviene no olvidar, de todas formas, que el paraíso lo es para el visitante, casi nunca para quien vive o trabaje allí, ya sea éste el animador de un complejo turístico, es el sofisticado bartman de la millonaria isla de Mustique o el paupérrimo pescador del Índico que nos vende su amistad a cambio de que le compremos cada mañana una langosta. No se engañen pues, los buscadores de experiencias auténticas. Tan auténticos de sus realidades particulares son el animador como el bartman como el pescador. No es posible fundirse totalmente con el entorno. Aunque viajemos con mochila, para quienes habitan en nuestro destino siempre seremos unos privilegiados que pueden coger aviones y gastar el dinero que ellos no tienen.
El paraíso, hoy en día, es un lugar físico, pero al fin y al cabo lo que nos hace encontrarlo en un lugar o en otro es cierta predisposición mental. Que el mar sea de color turquesa o esmeralda, que la arena sea blanca o negra volcánica, que haya palmeras o acacias africanas, es irrelevante, a condición, claro que está, de que sea lo que andamos buscando